Durante estas líneas, trataré de agrupar
aquí las ideas más importantes del Discurso
del método de Descartes, aunque cabe advertir que ciertas interpretaciones
serán de opinión propia, y nunca debieran tomarse por verdad absoluta.
La primera de las ideas que, según mi
entendimiento, es importante, versa sobre la razón, definida como la capacidad
de distinguir entre lo verdadero y lo falso. De ella dirá Descartes que la
poseen todos los hombres, y si sus opiniones distan entre sí, será porque tomen
caminos diferentes, y den importancia a asuntos distintos. Esta razón o
discernimiento se encuentra en los accidentes, y no en las formas o naturalezas
de los individuos de una misma especie. Cabría decir que encuentro una notable
semejanza entre este pensamiento cartesiano y la sentencia «yo soy yo y mis
circunstancias», del español Ortega y Gasset. Si se nos dice a modo cartesiano,
que la razón se encuentra en los accidentes y no en las formas, entiendo,
primeramente, que se comprende una separación entre lo que concierne al cuerpo
y a la mente. Lo que Descartes llama accidentes serán aquellas acciones que
realice el hombre por medio de su razón, y si se nos advierte de la posibilidad
de toma de diferentes caminos, teniendo en cuenta distintos asuntos, no veo
diferencia alguna entre los términos accidente y circunstancia. Visto así,
ambos filósofos entienden al ser humano como poseedor de la razón, pero capaz
de diferenciarse con ella mediante las opiniones.
Realizadas estas consideraciones, el Discurso del método en cuanto que tal,
no comenzará a desarrollarse sin antes realizar una aclaración su autor.
Advertirá que su propósito no es el de ofrecer un método común para todos los
humanos, pues esto sería suponer que sus capacidades son superiores a las del
resto de los mortales, sino el de exponer un simple ejemplo, su método, para
que cada cual sea capaz de razonar acerca del método idóneo para sí mismo. Y
cierto tinte socrático no se hará esperar en la introducción a su exposición,
pues nos explica sin lugar a dudas, cómo a pesar de haber realizado sus
estudios en un lugar prestigioso, ha terminado con más dudas de las que tenía
al comenzarlos. El reconocimiento de su propia ignorancia al estilo de Sócrates
es la causa principal de la búsqueda de un método, que tratará de conseguir la
mejor forma posible de conocimiento fiable, y tratando, a través de él, de arrojar
luz acerca de nuestra propia existencia.
Sobre los saberes, cito textualmente,
Descartes dice que «la teología enseña a ganar el cielo, la filosofía
proporciona el medio de hablar de todas las cosas con verosimilitud y de
hacerse admirar por los menos sabios; que la jurisprudencia, la medicina y las otras
ciencias aportan honores y riquezas a quienes las cultivan; y, en fin, que es
bueno haberlas examinado todas, aun las más supersticiosas y falsas, a fin de
conocer su justo valor y no dejarse engañar por ellas.»[1]
Por todos es sabido que las formas de entender a los autores varían dependiendo
de sus lectores e intérpretes, así que permitirán que ofrezca mi propia visión
acerca de estos temas. Cuando Descartes habla sobre el honor y las riquezas que
aportan algunas ciencias, encuentro matices ampliamente críticos con los
cambios en cuanto a lo que a fundamentación se refiere. Recordemos que antaño
era la filosofía la encargada de la fundamentación del resto de saberes, la que
trataba de encontrar razones suficientes del porqué se hace o investiga algo. Sin
embargo, en su momento, la situación se había invertido, y ahora la ciencia era
capaz, no sólo de fundamentarse a sí misma, sino que aspiraba a fundamentar al
resto de saberes. Puede que me equivoque, pero quizás Descartes, al igual que
admitía su ignorancia a pesar de haberse formado en un prestigioso centro, esté
advirtiéndonos de una brutal desestimación de la filosofía en el futuro, como
de hecho llevamos sufriendo desde hace años.
Arriesgaré más en mis interpretaciones,
pues demasiada coincidencia resulta encontrar que se nos hable de teología, y
al final de lo citado se sentencie que «es bueno haberlas examinado todas, aun
las más supersticiosas y falsas, a fin de conocer su justo valor y no dejarse
engañar por ellas.»[2] Escuché
una vez ciertas interpretaciones acerca de Descartes cuanto menos curiosas. Aseguran
algunos que, en realidad, este pensador es un ateo encubierto que prefirió
incluir a Dios como culmen de su Discurso
del método, sabidas las consecuencias que podría acarrear lo contrario. Por
este motivo, intentaré prestar atención a los posibles indicios de crítica
hacia la teología que pueda encontrar, y siendo éste, posiblemente, uno de
ellos.
Prosiguiendo con su discurso, Descartes
considera que viajar es importante para que un hombre sea capaz de abrir su
mente. Cree que de esta forma podríamos entender que nuestras costumbres son
infundadas o nuestras creencias falsas. Como conclusión a esto, expone que
aquellos que no han visto nada más allá de sus fronteras, posiblemente no gocen
de buen criterio.
Intentando establecer su método,
Descartes buscará en algunas ciencias los aspectos necesarios para éste. Acerca
de las matemáticas, se asegura que sus resultados son certeros, pero sin
embargo no ofrecen información más allá de las artes mecánicas. Podemos decir
de ellas que se limitan a calcular la simplificación del mundo, pero no pueden
acceder a lo abstracto del pensamiento ni darnos conocimientos nuevos.
De la teología, simplemente prefiere no
tratar, pues asegura que sus razonamientos como hombre son demasiado simples,
una actitud bastante curiosa teniendo en cuenta que los censores leerían sus
palabras antes de ser publicadas. Algo dirá sin embargo de la filosofía, de la
que presume haber sido cultivada por los más excelentes espíritus desde hace
siglos. Aún así, aprovecha para lanzar lo que podría ser una crítica contra
ésta, ya que –según Descartes– todavía nada se ha sacado en claro de ella, sino
que continuamente se discuten acerca de sus temas, y se crean nuevas dudas a la
par que resuelven algunos problemas. A estas declaraciones quisiera añadirles
que, precisamente, ese debiera ser el espíritu filosófico, la continua duda, y
por tanto, es absurdo atacarla por hacer lo que le corresponde, algo tan
necesario en la lucha contra los dogmas.
Del resto de las ciencias expone que
toman sus principios de la filosofía, y que si en ella son poco sólidos o
permanentemente dubitables, así lo serán también en las demás ciencias, por lo
que quizás el honor y riquezas recibidos por aquéllos que las desempeñan, puede
que sean injustificados.
Y una vez desarrollado todo lo anterior,
Descartes concluye la primera parte de este discurso realizando diferentes
consideraciones acerca de su experiencia. Dirá primero que viajar es una parte
esencial para el recogimiento de las diferentes experiencias, que pueden
mejorar nuestra capacidad de razonamiento.
En lo siguiente, considero necesario
citar textualmente: «podría encontrar mucha más verdad en los razonamientos que
cada uno hace acerca de los asuntos que le importan, y cuyo suceso puede
castigarle después si ha juzgado mal, que en los que lleva a cabo un hombre de
letras en su gabinete sobre especulaciones, que no producen ningún efecto ni
tienen para él otra consecuencia que la de excitar, tal vez, su vanidad en
tanto mayor medida cuanto más se alejen del sentido común, ya que habrá tenido
que emplear tanto más ingenio y artificio en tratar de hacerlas verosímiles.»[3]
De esto, debe extraerse una crítica voraz hacia aquéllos filósofos de salón que
creen que, por utilizar enrevesadas palabras y formulaciones abstractas, son
mejores que los que lo hacen de manera sucinta y sencilla. Debiéramos
comprender que, lo realmente complejo en filosofía es que, incluso las personas
que no saben de ella, puedan entender nuestras palabras, eso sí, siempre que
nuestras intenciones sean las de servir para un fin diferente al de alimentar
nuestro propio ego.
Para concluir la primera parte del
discurso, Descartes añade lo que podría recordarnos a la formulación de la
falacia naturalista[4]:
«aprendí a no creer demasiado firmemente en nada de lo que hubiese sido
persuadido sólo por el ejemplo y la costumbre; y así me liberé poco a poco de
muchos errores que pueden ofuscar nuestra luz natural y hacernos menos capaces de
escuchar la voz de la razón.»[5]
Ya en la segunda parte del discurso, se
nos ofrecen razones para la duda. Descartes considera que un hombre solo es
capaz de pensar más nítidamente por sí mismo que acompañado, y que las obras de
varios autores suelen ser más imperfectas que las de autores únicos. La
intención de estas palabras es la de promover el pensamiento crítico y
personal, no dejándonos llevar por el resto de los mortales, como ejemplificará
después diciendo que, tan pronto como un hombre viaja al extranjero, es capaz
de entender que gran parte de los estereotipos aprendidos son falsos.
Y si los pensamientos, al parecer, tienen
mucho que ver con el contexto social de cada persona, Descartes va más allá
inmiscuyendo también a los gustos en este asunto. Su ejemplo no podría ser más
claro, y a pesar de haberse escrito hace tantos años, es más válido que nunca:
«que, hasta en las modas de nuestros vestidos, lo mismo que nos gustó hace diez
años, y que nos gustará quizá de nuevo antes de otros diez, nos parece hoy extravagante
y ridículo; que según esto, lo que nos convence es mucho más la costumbre y el
ejemplo que ningún conocimiento cierto.»[6] Es
curioso que de manera tan temprana en la historia, un hombre comprenda que
nuestra sociedad se mueve por modas y costumbres, y que éstas rigen el
pensamiento de las generaciones. Por estos motivos, Descartes se inclinará por
la duda como primer paso para su método, pues como hemos visto, pensando
crítica y personalmente, la concepción que pueda tenerse de las cosas varía notablemente.
En la búsqueda de lo idóneo para este
método, tratará primero la lógica, de la que asegura que sólo sirve para
explicar otros conocimientos que ya se tienen, pero no para descubrir otros
nuevos. De la geometría dirá que sólo tiene en consideración a las figuras, que
es demasiado abstracta, y por ello no puede conocer mucho más sin hacer uso de
grandes dosis de imaginación. Acerca del álgebra –nos dirá Descartes– ésta ha
sido convertida en arte demasiado confuso por su excesiva obediencia a reglas y
cifras. Y como ninguna de las vías anteriormente citadas eran del agrado del
autor, optaría por las cuatro que explicaré a continuación.
En primer lugar, no debemos aceptar nada
como verdadero si no es visto por nosotros clara y distintamente. Sólo en caso
de que la claridad y distinción fuesen suficientes como para no ponerlo en
duda, podríamos tomar algo por verdadero. A este paso podemos denominarle
«evidencia».
En segundo lugar, debieran dividirse,
todas las dificultades que pudiésemos encontrar, en tantas partes como fuese
posible, además de hacerlo de la manera más idónea para facilitar una correcta
resolución. Denominamos a este paso «análisis».
En tercer lugar, se han de ordenar
correctamente nuestros pensamientos, comenzando por los más simples,
ascendiendo poco a poco a medida que su dificultad crece. Llamaremos «síntesis»
a este paso.
En cuarto y último lugar, realizaremos
enumeraciones completas en todo lo estudiado, asegurándonos concienzudamente de
no omitir nada. Llamemos a este último paso «enumeración y revisión».
A estos pasos, llegará Descartes de la
manera que explica en la siguiente cita: «Esas largas cadenas de razones tan
simples y fáciles de que los geómetras acostumbran a servirse para llegar a sus
más fáciles demostraciones, me habían dado ocasión de imaginarme que todas las
cosas que pueden caer bajo el conocimiento de los hombres se siguen unas a
otras de la misma manera, y que sólo con abstenerse de recibir como verdadera
ninguna que no lo sea, y con guardar siempre el orden que es menester para
deducirlas unas de otras, no puede haber ninguna tan alejada que finalmente no
se alcance, ni tan oculta que no se descubra.»[7]
Siguiendo su propio método, considera que
las matemáticas nos ofrecen algunas razones ciertas y evidentes por las que
sería correcto empezar. Y teniendo en cuenta que estas ideas algunas veces
precisarían ser consideradas en particular, y otras conjuntamente, lo oportuno
sería suponerlas en línea, tomando así las características más importantes de
la geometría y el álgebra.
En el parágrafo final de esta parte del
discurso, Descartes asegura haberse contentado con el método, porque está
seguro de hacer uso de su razón en todo. Sus intenciones eran las de aplicar
éste a todas las ciencias, pero si al comienzo del trabajo advertíamos –al
igual que Descartes en el discurso– que los principios de la filosofía, que
dota de ellos al resto de ciencias, estaban aún por establecer, debería
intentar primero establecer los de ésta. Y siendo él mismo consciente de la
gran tarea que se encomendaba, consideró oportuno esperar a tener más edad, y
con ella más experiencias que facilitaran este cometido.
Una vez establecido el método y el fin al
que pretendía llegar, Descartes comienza la tercera parte de su discurso ofreciendo
una serie de máximas que sirvieran, según sus propias palabras, de «moral
provisional». La primera consistía en obedecer las leyes y costumbres de su
país, así como conservar la religión en la que se le había instruido. Esto lo
haría siguiendo a los que cree más sensatos y prudentes de entre los hombres
con opinión moderada. Destaca que no deberíamos fijarnos en lo que dice un
hombre sino en sus acciones, pues demasiadas veces dista uno de lo otro. Y
además, entre varias opiniones sobre el mismo asunto, elegiría siempre la más
moderada por ser más cómoda prácticamente. En este punto debo inmiscuirme para
resaltar que Descartes ha tratado sobre la religión e, inmediatamente después,
lanza una crítica sobre los hombres que no hacen lo que dicen. Quizás como ya
dijimos sean meras fábulas personales, pero que vuelvan a aparecer ambos
asuntos tan cercanos, es cuanto menos curioso, teniendo en cuenta las tesis
sobre un Descartes ateo. Sobre esta máxima, volviendo a lo anterior, poco más
dirá, añadiendo que rechazaría todo aquello que pudiese coartar la libertad.
La segunda de sus máximas afirma que se
ha de ser firme en las opiniones, a pesar de que estas puedan parecer dudosas
al principio, pues en caso de equivocarnos, la conclusión al menos será alguna,
aunque fuese alejada. Además, observa que si es imposible la elección de una
opinión verdadera, al menos debemos elegir la más probable.
La máxima tercera sugiere el olvido de
deseos por el cambio del mundo en general, y centrar nuestros pensamientos en
que, lo único sobre lo que realmente tenemos control, es, precisamente, nuestro
pensamiento. De esta máxima, Descartes aduce una conclusión de rasgos cínicos
que fácilmente pudieran recordarnos a Diógenes de Sinope: «si consideramos
todos los bienes exteriores a nosotros como igualmente alejados de nuestro
poder, no lamentaremos el carecer de aquellos que parecen ser debidos a nuestro
nacimiento, cuando nos veamos privados de ellos sin culpa nuestra»[8]
Tras estas palabras, recordará a los filósofos griegos que consideraban como lo
idóneo el vivir conforme a la naturaleza, siendo uno de ellos el que
nombrábamos anteriormente.
Para concluir esta parte de su discurso,
Descartes se propone analizar las ocupaciones que los hombres tienen en la
vida, pero no encuentra ninguna mejor para él que la de una búsqueda de la
verdad siguiendo su método. Las máximas
que ofrecía tan sólo eran pautas para llevar a cabo correctamente este método,
pues él mismo sentencia que «basta juzgar bien para obrar bien, y juzgar lo
mejor que se pueda para obrar también de la mejor manera posible.»[9]
La cuarta parte del Discurso del método es sin duda la más celebre de todas, pues en
ella aparecen los fundamentos de la metafísica cartesiana, y con ellos el
principio que andaba buscando. Como ya todos sabemos, en un comienzo, Descartes
dudará de todo cuanto razona y experimenta en tanto que nuestros sentidos nos
engañan en múltiples ocasiones –p. ej. una vara dentro del agua parece estar
doblada–, además de que nada podría probar que no formen parte de un sueño. Inmediatamente
después de esto, comprende que en este acto de duda está pensando, y el acto de
pensar le hace, al menos, estar seguro de que existe. Aparece aquí el cogito ergo sum, pienso luego existo,
del que se dirá que no podemos dudar de que estamos dudando, pues dudar es
pensar, y pensar implica existir. Y no vacilará Descartes en situar este como
el primer principio de la filosofía que estaba buscando. Su aceptación nos
lleva a descubrir que la esencia propia del hombre es la de pensar, y si esto
es así, el alma será parte distinta del cuerpo, pues a ella se atribuye tal
función.
Si entendemos el cogito como una verdad clara y distinta, como anteriormente
exigíamos en la exposición del método, y reflexionamos que dudando nos
comprendemos como imperfectos, debemos extraer de algún otro sitio las ideas de
perfección. Descartes cree que el hombre no puede imaginar ideas si estas no
tienen correspondencia con la realidad de los sentidos, teniendo aquí rasgos
empiristas, pero reconoce que la idea de Dios y alma nunca se situaron en
estos, sino que son fruto de la razón. En este discurso atribuye a la divinidad
la perfección y la responsabilidad de colocar en nuestras mentes las ideas,
pero nuevamente intentaré ir más allá en mi interpretación. Veo de nuevo
indicios que elevan mis sospechas acerca de la tesis ya pronunciada, y para
ello examinemos sus palabras: «hasta los filósofos tienen como máxima en las
escuelas, que no hay nada en el entendimiento que antes no haya estado en los
sentidos, donde, sin embargo, es cierto que las ideas de Dios y del alma no
estuvieron jamás.»[10]
Si la idea de Dios no se encuentra previamente en nuestros sentidos, y sólo lo
hace en nuestra razón, ha de tenerse en cuenta que podría ser perfectamente
fruto de nuestra imaginación. Si sólo se atribuye a estas ideas su conocimiento
mediante la razón, quedan fuera de cualquier posible demostración, siendo lo
único conseguido una mayor duda acerca de ellas. Es curioso que Descartes sitúe
la idea de la perfección o la divinidad en la facultad racional, pues podría
llegarse a entender que Dios es una creación del hombre. A pesar de esto, dejemos
claro que lo habitualmente interpretado de este texto es que, Dios como
perfección, colocó tales ideas en nuestras mentes, facilitando así la
diferenciación entre ellas y la elección de las claras y distintas.
Finalizando esta parte del discurso, se
dirá acerca del sueño que, a pesar de que debemos ser conscientes de que
durante éste la imaginación es predominante, sí cabe la posibilidad –admitirá
Descartes– de que alguno de nosotros ingenie un gran sistema durante este, pues
al fin y al cabo es nuestra mente la que trabaja.
Ya en la quinta parte, el autor dice
haber descubierto ciertas verdades sobre las ciencias, pero que, ciertas
consideraciones que en ellas se encuentran, le impiden publicar un tratado
sobre ello. Sin duda, una de esas consideraciones a las que se refiere es la de
la admisión del movimiento de la
Tierra, por la que Galileo fue condenado en 1633. Esta es,
quizás, otra evidencia de su contrariedad con la Iglesia, y prueba de su
ateísmo encubierto es la prudencia de no publicar lo que la contraviene. Y dadas dichas razones, Descartes decide
resumir esas verdades descubiertas en este mismo discurso.
Del resumen de estas verdades[11]
considero de la mayor importancia una posible explicación del origen del mundo,
a la que Descartes atribuye el fuego –al igual que Heráclito de Éfeso– como
posible arjé o primer elemento. Analícese
detenidamente lo que cito a continuación: «También, entre otras cosas, por no
conocer yo nada en el mundo que produjese luz más que el fuego, me apliqué a
hacer comprender claramente todo lo que pertenece a su naturaleza: cómo se
forma, cómo se alimenta, cómo a veces no tiene más que calor sin luz y otras veces
luz sin calor; cómo puede introducir diversos colores en distintos cuerpos, y
otras diferentes cualidades; cómo funde algunos y endurece otros; cómo puede
consumirlos casi todos y convertirlos en cenizas y humo; cómo, en fin, de estas
cenizas por la simple violencia de su acción, forma el vidrio (pues,
pareciéndome esta transmutación de las cenizas en vidrio admirable como ninguna
otra en la Naturaleza,
tuve un placer especial en describirla).»[12]
De estas palabras, mi razón me obliga a creer que está intentando establecer,
aunque de forma muy cautelosa, el fuego como arjé, al igual que los antiguos griegos trataban de hacerlo. Pero
si algo es aún más curioso es lo que sigue a estas consideraciones, pues
Descartes se apresura a cubrir sus espaldas con estas palabras: «No quería yo,
sin embargo, inferir de todas estas cosas que este mundo haya sido creado de la
manera que yo proponía, pues es mucho más verosímil que Dios lo hiciese desde un
principio tal como debe ser.»[13]
Recordemos a esto sus palabras en la parte anterior de este discurso, que tras
hablar sobre la posibilidad de saber la procedencia de nuestras ideas, dirá lo
que sigue: «pero no podía ocurrir lo mismo con la idea de un ser más perfecto
que el mío, pues el tenerla de la nada era cosa manifiestamente imposible.»[14]
Ambas declaraciones unidas acaban suscitando un paradoja, pues si de las ideas
no es posible que surjan de la nada, ¿cómo es posible que ahora afirme que Dios
creó el mundo de la nada, habiendo antes explicado otra posible opción? ¿No será
que Descartes nos habla con ironía cuando nos dice que esa explicación es mucho
mejor que la suya? Creo que estarán ya adelantándose a mis palabras cuando voy
a decirles que, esta, es otra de las evidencias de un Descartes que va
dejándonos migas en su discurso, que poco a poco, con la interpretación debida,
resultan formar un pan poco apetecible para la Iglesia, razón más que
suficiente para su ocultación. Y no será necesario recordarles también que, al
inicio de esta parte del discurso, claramente excusa la no publicación de su
tratado sobre las verdades de la ciencia por «ciertas consideraciones», como la
que anteriormente yo les aportaba en cuanto al movimiento de la Tierra y la condena de
Galileo.
Tras esto, siguen llegando declaraciones
más que sospechosas: «De la descripción de los cuerpos inanimados y de las
plantas pasé a la de los animales, y en particular a la de los hombres. Pero
como no tenía todavía bastantes conocimientos para hablar de estas cosas en el
mismo estilo que de las demás, es decir, demostrando sus efectos por sus causas
y haciendo ver de qué semillas y por qué medios debe producirlas la Naturaleza, me contenté
con suponer que Dios había formado el cuerpo de un hombre enteramente semejante
a uno de los nuestros.»[15]
Que utilice la expresión «me contenté» y «no tenía todavía bastantes
conocimientos», al menos a mí, me resulta una crítica contra los fundamentos de
la religión, explicándola como un mito al que se acudía, contentándonos, cuando
no teníamos, todavía, los conocimientos suficientes para explicar los
fenómenos.
Siguiendo su discurso, Descartes asegura
que la fuerza de la que antes nos habló dependiente del fuego, es la que los
humanos poseemos en el corazón, responsable de la circulación de la sangre en
nuestro cuerpo. Durante las siguientes páginas, explicará el movimiento del
corazón[16],
algo que considero de sobra conocido por mis posibles lectores, y que no demasiado
puede aportar a un trabajo filosófico como este. De igual modo, explicará
también la respiración y digestión[17],
de lo que únicamente extraeré, por su importancia metafísica, que al igual que
todas las funciones del cuerpo humano –según Descartes– son posibles por el
calor que el corazón transmite al resto de órganos a través de la sangre. Su
explicación va más allá cuando asegura que el corazón se encarga de suministrar
calor al cerebro, verdadero responsable del movimiento de todos nuestros
órganos y miembros, en el que se encuentra lo que denomina «espíritu animal».
Diferenciará después que ese espíritu es diferente en los hombres, pues nuestro
cerebro, además de ser capaz de mover nuestros miembros, lo es también de
razonar. De esto, podría deducirse que, al modo de entender de Descartes, el
alma se encuentra en el cerebro.
Explicadas estas ideas, se nos ofrecen en
este discurso los modos de diferenciar a un hombre de un autómata, pues
asegurará el autor que algunas máquinas son también capaces de generar el mismo
movimiento que logran nuestros órganos, aunque la perfección sea mayor en
nuestro cuerpo. Dirá Descartes que tenemos dos medios para diferenciar a un
hombre de un autómata, siendo el primero que, éstos últimos, no podrían hacer
uso de la palabra ni otros signos para comunicar sus pensamientos. Si lograsen
articular palabras, e incluso contestar a nuestras preguntas, asegura que no
podrían elaborar discursos elaborados y racionales.
El segundo modo para diferenciarlos es
que, los autómatas, obrarán mecánicamente y sin haber razonado el porqué de su
movimiento, mientras que un humano será plenamente consciente de sus actos. Sí
reconoce Descartes que los autómatas podrían realizar determinadas acciones con
mayor perfección que los hombres, pero como dijimos antes, no serán conscientes
de ello, sino que obedecerían a leyes mecánicas.
Se nos hablará después de los animales,
de los que dice que pueden ser diferenciados de los hombres del mismo modo que
hemos explicado para los autómatas, pues a pesar de que algunos puedan mostrar
sentimientos o articulen palabras, como puedan ser los loros, no son conscientes
de sus acciones, y si un autómata obra por mecánica, un animal lo hará por la
disposición de sus órganos, semejante a la nuestra, de la que le dotó la
naturaleza.
Para concluir esta quinta parte del
discurso, Descartes expondrá sobre el alma que es bien diferente a la de los
animales, pues lo propio de la nuestra es pensar, siendo el hombre el único que
tiene esta capacidad. Por este motivo, considera que la reencarnación en otros
animales es imposible, pero sin embargo sí cree que el alma humana sea inmortal,
pues es lo que da la vida al cuerpo, que por el contrario sí perece.
En la sexta y última parte del Discurso del método, su autor cuenta
cómo, por miedo a las posibles represalias, no publica sus consideraciones
acerca de la ciencia, y de manera más exacta la física, conocido el juicio de
Galileo. Tras esto, reflexiona que los hombres tenemos el deber de procurar un
bien general tanto como nos sea posible, y compartir dichos conocimientos
podría ser causa de un gran bien en la humanidad.
La ciencia por excelencia para Descartes
es la medicina, pues considera que con las investigaciones necesarias, podría
ser cura de infinidad de enfermedades, no sólo del cuerpo, sino también del
espíritu. Y precisamente confiesa que ese es su fin en la vida, el de llegar a
conocer tanto la naturaleza como para ofrecer a la medicina las mejoras
necesarias.
La última parte de este discurso es una
explicación de las razones por las que no publicó sus conocimientos sobre
ciencia en vida, esperando a su muerte para sacarlos a la luz. Descartes cree
firmemente que si hubiese publicado sus textos mientras vivía, los comentarios
o críticas que pudieran hacerle le distraerían demasiado de sus funciones en la
investigación de la naturaleza. Si algo adoraba era la tranquilidad, necesaria
para una concentración suficiente a la hora de escribir o investigar, y la
publicación de sus textos, trajese fama o deshonra, impediría su sosiego.
La conclusión del Discurso del método es una declaración de deseos por parte de su
autor, que pretende gastar el resto de su vida en la investigación de la
naturaleza con el objetivo último de mejorar la medicina, logrando con ello un
bien mayor para los hombres, pues «todo hombre está obligado a procurar el bien
de los demás tanto como esté en su mano»[18]
según Descartes, y «nada vale quien a nadie es útil.»[19]
Pocas consideraciones pueden hacerse ya
sobre este discurso, pues a lo largo de su explicación, o mejor dicho
interpretación, he detallado ciertos fragmentos que parecen apoyar la tesis de
un Descartes diferente al que comúnmente se nos explica. Sabiendo sobradamente
que este discurso nos aporta un método para un conocimiento e investigaciones
certeras, no debemos olvidar el carácter ampliamente crítico de este autor con
ciertos aspectos que hemos destacado. Sus tiempos fueron de terrible censura y
condena a los considerados herejes, por lo que no resulta extraño que no
publicase algunos de sus textos en vida, y que, además, existiese un mensaje
oculto en los que sí publicaba, como este discurso, al igual que los escritores
españoles, durante el franquismo, escondían sus mensajes de manera que los
ingenuos censores no se percatasen de ellos.
Ni soy quién, ni este es el momento para
asegurar que Descartes era un ateo encubierto, pero su Discurso del método suscita ciertas dudas en mi persona, y si
precisamente él nos invita a dudar de todo, no será en menor medida con las
intenciones de su obra, pues quién sabe si realmente eran dobles.
[1] Descartes, René. Discurso del método. Barcelona: Orbis, 1983, p. 47
[2] Ibídem
[3] Op. Cit., p. 50
[4] De un «es» no debe extraerse un «deber ser».
[5] Ibídem
[6] Op. Cit. P. 57
[7] Op. Cit. P. 60
[8] Op. Cit. p. 66
[9] Op. Cit. p. 68
[10] Op. Cit., p. 76
[12] Op. Cit., p. 82
[13] Ibídem
[14] Op. Cit., p. 73
[15] Op. Cit., p. 83
Op. Cit., p. 84 et passim.
[18] Op. Cit., p. 102
[19] Ibídem
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